El
perro no se mueve, no camina, tampoco muestra signos de mejoría en su cuerpo.
Triste y solitario se conforma con un pedazo de cartón viejo gastado por otros
de su especie pero con el augurio de ser una raza superior. El joven patrón ya
probó con distintos medicamentos y ninguno pudo calmar la ira de esta piadosa enfermedad.
Las tejas del techo no dejan pasar la luz del sol pero si advierten un arroyo
de penumbras y decepciones que llenan un balde inmenso sin fin. Siempre parece
que va a salir del calvario que lo azota todas las semanas ridiculizado ante
miles de almas que tocaron el cielo en 1983, pero no, tan solo es un anhelo
indeterminado.
Sus
buenos amigos ya le soltaron la pata, pasó a ser un perro de pobre casta. Uno
más de esos callejeros de sangre y estampa. Destinado a comer basura de plaza
en plaza pero siempre fiel a ese cartón viejo, mendigo de casa en casa, pero
con un salario tan alto que el dueño tuvo que acudir a un Máximo préstamo para
adquirirlo como bienestar absoluto. Ya no le quedan fuerzas para seguir
viviendo en el campo de juego, tampoco para frotar carcajadas de su vecino
endiablado que mueve el rabo con miedo a caer en el infierno.
Mientras
la ciudad siga disfrazando a su perro con falacias, los fantasmas acompañan el
andar de un caudal con ganas de escribir un nuevo capítulo en el en el fondo
del mar. No en vano lleva marcado un mal recuerdo en su pata.
Matías Gómez